Pesadillas europeas (1)
Gibraltar vuelve a ser una
prioridad en la política exterior española. Así lo anunció el ministro de
Asuntos Exteriores y Cooperación, José Manuel García-Margallo (PP), en su comparencia
ante la Comisión
de Exteriores del Congreso de los Diputados. “España y el Reino Unido deben
recuperar el diálogo sobre la soberanía del Peñón”, y el proceso de Bruselas, iniciado
en 1984 y suspendido en 2002, debe retomarse.
En la comisión, Elena Valenciano (PSOE) e Irene Lozano (UPyD) aplaudieron la
iniciativa y afirmaron la españolidad de
Gibraltar. Jordi Xuclà (CiU), Josu Erkoreka (PNV), Joan Josep Nuet (ICV) y Carlos Salvador (UPN) no hicieron
comentario alguno sobre la cuestión. Mientras Jon Iñarritu (Amaiur) insistió en que le corresponde al pueblo de
Gibraltar decidir libremente su futuro.
El propio García-Margallo, en Antena 3, reiteró que, aunque los gibraltareños se empeñen en
hablar de soberanía, eso no es posible, “son cosas de los mayores"; ya que
la Declaración de Bruselas
establece que corresponde a España y al Reino Unido, en exclusiva, discutir la
soberanía del Peñón, mientras que el derecho de autodeterminación
de los gibraltareños no está contemplado ni en el Tratado de Utrecht (1713), ni en las
resoluciones de la ONU que
consideran a Gibraltar
un territorio no autónomo pendiente de descolonización. No
mencionó, sin embargo, que la propia Declaración de Bruselas afirma que el Gobierno
británico siempre respetará los deseos del pueblo de Gibraltar y que el 7 de
noviembre de 2002 el 99% de los gibraltareños votaron en referéndum su oposición a cualquier tipo de cesión de soberanía a
España, paralizando el proceso de Bruselas.
No pretendemos analizar el caso de Gibraltar ni las contradicciones
de un nacionalismo español que es territorialmente esencialista con Gibraltar, apela
a la Historia
en Ceuta y Melilla, se dice universalista y no nacionalista al negar los
nacionalismos vasco y catalán, mantiene tics de antigua colonia con países
latinoamericanos, tiende a la genuflexión ante las potencias de nuestro entorno
(Alemania y EE.UU.), y desconfía de los procedimientos democráticos para
resolver conflictos nacionalitarios.
Pero situar de nuevo a Gibraltar en la agenda
política, es una oportunidad para reflexionar sobre la posición española en
Europa. Coger la bandera y clamar ¡Gibraltar
español! siempre será un entretenimiento grato a los ojos de buena parte de
los españoles y es posible que dé popularidad a quien lo predique. Pero hay que
ser realistas y no perder tiempo y recursos. Guste o no, serán los habitantes
del Peñón quienes decidirán sobre su nacionalidad y, de momento, no parecen que
quieran dejar de formar parte del ámbito británico.
Es lógico. Si se les preguntase a los habitantes de
Ceuta y Melilla, incluso los de habla árabe o bereber, preferirían masivamente ser
españoles. Al fin y al cabo, no todas las ciudadanías son iguales ni ofrecen
los mismos beneficios y oportunidades. Y, hoy, como en los últimos siglos, aunque
se resienta nuestro orgullo patriótico, ofrece más ventajas ser ciudadano británico
que serlo español, del mismo modo que es más beneficioso ser ciudadano español
que marroquí.
Además, por mal que lo esté pasando Gran Bretaña con la
crisis económica, nadie imagina una actividad económica tan baja como la
española y un paro tan alto, ni un fraude a Hacienda tan grande, ni que sus
jóvenes más preparados tengan que emigrar, ni padecer una prima de riesgo como
la española, ni que este país pierda la máxima calificación de las agencias de
rating, ni una derecha política tan mendaz y autoritaria, ni unos políticos tan
oportunistas, irresponsables y dados al oscurantismo, ni una democracia de
calidad tan escasa.
Es cierto que los servicios públicos británicos,
incluso los que eran una referencia internacional (ferrocarriles, Educación o
Sanidad) se han degradado desde los
gobiernos de Thatcher en los años ochenta, que es una sociedad con
desigualdades profundas, guetos sociales y un clasismo irritante. Pero, en la
mayoría de los indicadores de riqueza y bienestar, nos superan y, en los que conseguimos
ser mejores, como Sanidad, estamos haciendo esfuerzos, privatizaciones y
recortes para empeorar rápidamente.
Igualmente, el Gobierno británico, aunque de manera
arrogante y dando la espalda a Europa, ha sido el único capaz de enfrentarse a Merkel y al desafío
alemán, mientras nosotros estamos prisioneros de la disciplina, los errores, la
ideología y los prejuicios germánicos. Y eso es una garantía. No hay que
olvidar que Gran Bretaña siempre ha sido el principal freno a la voluntad de
hegemonía política alemana en Europa, una constante de la Alemania unificada, tanto
durante su primera unificación (1871-1945) como después de la segunda en 1990.
Volviendo a Gibraltar. No es mala cosa ser
gibraltareño. En estos momentos, es una de las sociedades del mundo con más
calidad de vida, mejores servicios, mayor estabilidad, prosperidad y riqueza,
presenta unos índices de seguridad muy altos y, encima, tiene buen clima y sus
30.000 ciudadanos hablan inglés (entre otras lenguas) sin necesidad de gastar
ingentes cantidades de dinero público y privado, para acabar teniendo sólo tres
ministros (García-Margallo, Pedro Morenés y Luis de Guindos) que se
defienden en esa lengua como pasa en España.
Por ello, quizás sería mejor dejar nuestro sentimentalismo
al margen, gritar ¡España gibraltareña!
y pedir la incorporación del Reino de España al territorio británico de
ultramar de Gibraltar. Los británicos que son gente pragmática seguramente no
nos pondrían objeción por las cuestiones identitarias que tanto nos preocupan,
permitirían las ligas deportivas propias, las selecciones nacionales, y los referéndums
de autodeterminación; sin cuestionar nuestras fiestas, costumbres, gustos
gastronómicos, horarios laborales o de comidas. Deberíamos cambiar, eso sí, nuestra
bastante opaca, enriquecida y
protegida Casa Real, por otra monarquía más transparente, mucho más rica
y con más glamour internacional. Los republicanos tendrían que esperar. Nuestros
problemas vendrían de las objeciones que el Reino Unido pondría para aceptar
nuestro modelo productivo y financiero, nuestra economía sumergida, paro y la
suma de consecuencias de la burbuja inmobiliaria que lastran a la sociedad
española, corrupción incluida. Algo difícil de digerir.
Pero ya que estamos hablando de opciones, aunque sean
imaginarias, entre que España sea un protectorado alemán y que los ciudadanos
nos limitemos a elegir a gobiernos que están condenados a seguir un diktat alemán que ahoga a la periferia
mediterránea, o ser un territorio de ultramar británico con un autonomía bien
definida y una economía vinculada al espacio anglosajón, es mejor lo segundo. Entre ser europeos de tercera o ser gibraltareños, es mejor la segunda opción;
aunque el orgullo del patriotismo español siempre tan autoritario, siempre tan
germanófilo, siempre tan antiliberal y antibritánico, lo lleve mal durante un
tiempo.