3 de maig 2012

¡España gibraltareña!


Pesadillas europeas (1)


Gibraltar vuelve a ser una prioridad en la política exterior española. Así lo anunció el ministro de Asuntos Exteriores y Cooperación, José Manuel García-Margallo (PP), en su comparencia ante la Comisión de Exteriores del Congreso de los Diputados. “España y el Reino Unido deben recuperar el diálogo sobre la soberanía del Peñón”, y el proceso de Bruselas, iniciado en 1984 y suspendido en 2002, debe retomarse.

En la comisión, Elena Valenciano (PSOE) e Irene Lozano (UPyD) aplaudieron la iniciativa y afirmaron la españolidad de Gibraltar. Jordi Xuclà (CiU), Josu Erkoreka (PNV), Joan Josep Nuet (ICV) y Carlos Salvador (UPN) no hicieron comentario alguno sobre la cuestión. Mientras Jon Iñarritu (Amaiur) insistió en que le corresponde al pueblo de Gibraltar decidir libremente su futuro.

El propio García-Margallo, en Antena 3, reiteró que, aunque los gibraltareños se empeñen en hablar de soberanía, eso no es posible, “son cosas de los mayores"; ya que la Declaración de Bruselas establece que corresponde a España y al Reino Unido, en exclusiva, discutir la soberanía del Peñón, mientras que el derecho de autodeterminación de los gibraltareños no está contemplado ni en el Tratado de Utrecht (1713), ni en las resoluciones de la ONU que consideran a Gibraltar un territorio no autónomo pendiente de descolonización. No mencionó, sin embargo, que la propia Declaración de Bruselas afirma que el Gobierno británico siempre respetará los deseos del pueblo de Gibraltar y que el 7 de noviembre de 2002 el 99% de los gibraltareños votaron en referéndum su oposición a cualquier tipo de cesión de soberanía a España, paralizando el proceso de Bruselas.

No pretendemos analizar el caso de Gibraltar ni las contradicciones de un nacionalismo español que es territorialmente esencialista con Gibraltar, apela a la Historia en Ceuta y Melilla, se dice universalista y no nacionalista al negar los nacionalismos vasco y catalán, mantiene tics de antigua colonia con países latinoamericanos, tiende a la genuflexión ante las potencias de nuestro entorno (Alemania y EE.UU.), y desconfía de los procedimientos democráticos para resolver conflictos nacionalitarios.

Pero situar de nuevo a Gibraltar en la agenda política, es una oportunidad para reflexionar sobre la posición española en Europa. Coger la bandera y clamar ¡Gibraltar español! siempre será un entretenimiento grato a los ojos de buena parte de los españoles y es posible que dé popularidad a quien lo predique. Pero hay que ser realistas y no perder tiempo y recursos. Guste o no, serán los habitantes del Peñón quienes decidirán sobre su nacionalidad y, de momento, no parecen que quieran dejar de formar parte del ámbito británico.

Es lógico. Si se les preguntase a los habitantes de Ceuta y Melilla, incluso los de habla árabe o bereber, preferirían masivamente ser españoles. Al fin y al cabo, no todas las ciudadanías son iguales ni ofrecen los mismos beneficios y oportunidades. Y, hoy, como en los últimos siglos, aunque se resienta nuestro orgullo patriótico, ofrece más ventajas ser ciudadano británico que serlo español, del mismo modo que es más beneficioso ser ciudadano español que marroquí.

Además, por mal que lo esté pasando Gran Bretaña con la crisis económica, nadie imagina una actividad económica tan baja como la española y un paro tan alto, ni un fraude a Hacienda tan grande, ni que sus jóvenes más preparados tengan que emigrar, ni padecer una prima de riesgo como la española, ni que este país pierda la máxima calificación de las agencias de rating, ni una derecha política tan mendaz y autoritaria, ni unos políticos tan oportunistas, irresponsables y dados al oscurantismo, ni una democracia de calidad tan escasa.

Es cierto que los servicios públicos británicos, incluso los que eran una referencia internacional (ferrocarriles, Educación o Sanidad)  se han degradado desde los gobiernos de Thatcher en los años ochenta, que es una sociedad con desigualdades profundas, guetos sociales y un clasismo irritante. Pero, en la mayoría de los indicadores de riqueza y bienestar, nos superan y, en los que conseguimos ser mejores, como Sanidad, estamos haciendo esfuerzos, privatizaciones y recortes para empeorar rápidamente.

Igualmente, el Gobierno británico, aunque de manera arrogante y dando la espalda a Europa, ha sido el único capaz de enfrentarse a Merkel y al desafío alemán, mientras nosotros estamos prisioneros de la disciplina, los errores, la ideología y los prejuicios germánicos. Y eso es una garantía. No hay que olvidar que Gran Bretaña siempre ha sido el principal freno a la voluntad de hegemonía política alemana en Europa, una constante de la Alemania unificada, tanto durante su primera unificación (1871-1945) como después de la segunda en 1990.

Volviendo a Gibraltar. No es mala cosa ser gibraltareño. En estos momentos, es una de las sociedades del mundo con más calidad de vida, mejores servicios, mayor estabilidad, prosperidad y riqueza, presenta unos índices de seguridad muy altos y, encima, tiene buen clima y sus 30.000 ciudadanos hablan inglés (entre otras lenguas) sin necesidad de gastar ingentes cantidades de dinero público y privado, para acabar teniendo sólo tres ministros (García-Margallo, Pedro Morenés y Luis de Guindos) que se defienden en esa lengua como pasa en España. 

Por ello, quizás sería mejor dejar nuestro sentimentalismo al margen, gritar ¡España gibraltareña! y pedir la incorporación del Reino de España al territorio británico de ultramar de Gibraltar. Los británicos que son gente pragmática seguramente no nos pondrían objeción por las cuestiones identitarias que tanto nos preocupan, permitirían las ligas deportivas propias, las selecciones nacionales, y los referéndums de autodeterminación; sin cuestionar nuestras fiestas, costumbres, gustos gastronómicos, horarios laborales o de comidas. Deberíamos cambiar, eso sí, nuestra bastante opaca, enriquecida y protegida Casa Real, por otra monarquía más transparente, mucho más rica y con más glamour internacional. Los republicanos tendrían que esperar. Nuestros problemas vendrían de las objeciones que el Reino Unido pondría para aceptar nuestro modelo productivo y financiero, nuestra economía sumergida, paro y la suma de consecuencias de la burbuja inmobiliaria que lastran a la sociedad española, corrupción incluida. Algo difícil de digerir.

Pero ya que estamos hablando de opciones, aunque sean imaginarias, entre que España sea un protectorado alemán y que los ciudadanos nos limitemos a elegir a gobiernos que están condenados a seguir un diktat alemán que ahoga a la periferia mediterránea, o ser un territorio de ultramar británico con un autonomía bien definida y una economía vinculada al espacio anglosajón, es mejor lo segundo. Entre ser europeos de tercera o ser gibraltareños, es mejor la segunda opción; aunque el orgullo del patriotismo español siempre tan autoritario, siempre tan germanófilo, siempre tan antiliberal y antibritánico, lo lleve mal durante un tiempo.